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La ajetreada vida actual ha transformado nuestros ecosistemas en espacios de cemento donde proliferan multiplicidad de sonidos disruptivos, movimientos incesantes y excesos de luminosidad, que, junto con la contaminación ambiental, ha provocado en los habitantes de las grandes urbes alteraciones en la calidad vida, afectando sus horas de sueño,   pérdida de memoria, labilidad en su atención y concentración, elevación de la presión arterial, entre otras.

Sumado a lo anterior se han incorporado a nuestra rutina el uso de tecnología que permite la conexión permanente a internet,  siendo hoy la inmediatez y la proximidad virtual del otro necesidades prioritarias que nos mantienen permanentemente en alerta.

En este estado de cosas el silencio o, mejor dicho, la ausencia de silencio en nuestras vidas ya sea por condiciones del ambiente, como las ya descritas, o por hábitos adquiridos, y que acompañan nuestras jornadas de trabajo y descanso; Pareciera debatirse entre una consecuencia natural del progreso o bien una quimera hippie.

En busca de este silencio perdido, hace algunos días tuve la oportunidad de visitar el parque Tricao, iniciativa privada de bien público orientada a la conservación de la fauna y la flora del sector costero de la V Región Sur. En este hermoso y singular lugar, en donde la tecnología se pone al servicio del bienestar y educación de la sociedad, es posible encontrar un espacio de contacto con los sonidos de la naturaleza y, lo que es más singular, se ha diseñado espacios especiales para la contemplación, la meditación y el silencio.

Una vez llegado al lugar,  para mi sorpresa el comportamiento mayoritario de los visitantes en este espacio distaba de la contemplación, y menos del silencio; por el contrario, gritos, ingentes esfuerzos por capturar una imagen a través de sus celulares, el paso raudo por la zona y, el no respeto de los espacios evidentemente dispuestos sólo para la flora, impedía que los que lo desearan pudieran escuchar el discurrir del agua, el viento al pasar por la flora o  el sonido de aves e  insectos, que atraídos por el lugar recorren o habitan el ecosistema.

Si bien no era un comportamiento mayoritario, esta observación me lleva a reflexionar sobre el valor del silencio, y el grado de conocimiento que tienen las personas de los efectos del ruido en nuestro cerebro y en nuestra calidad de vida.

Según el informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente, citado en el diario la Vanguardia, el efecto del ruido mata a 10.000 personas al año. Señala el mismo artículo, que existe evidencia concluyente que ha demostrado una relación entre la exposición al ruido, el descenso del rendimiento escolar, y el aumento del riesgo de dislexia. Así, el ruido es una grave agresión para nuestro rendimiento cognitivo, además de tener un efecto nefasto sobre el sistema inmunológico y el sistema cardiovascular.

En 2001, Marcus Raichle [1]demostró que un cerebro en reposo consume tanta energía como a pleno rendimiento, denominando a esta actividad cerebral en reposo energía oscura”. Si bien nuestro conocimiento sobre esta actividad aún es limitado, sabemos que tiene un alto impacto en la regeneración del cerebro, siendo esencial para el desarrollo de la creatividad, la memoria y la reflexión sobre sí mismo.

Sabemos hoy que el reposo y especialmente el silencio afectan positivamente nuestras neuronas, pues facilitan su reproducción. Estudios de 2013 en ratones permitieron relacionar el silencio durante dos horas diarias con la creación de una cantidad mayor de células nuevas en el hipocampo. Sabemos también,  que dos minutos de silencio en nuestra rutina bastan para disminuir la presión arterial y el ritmo cardiaco.

De acuerdo con estudios de Michel Le Quyen Van investigador de neurociencia en el Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica de Francia, publicados en su libro “Cerebro y Silencio”: Hay un silencio exterior, que es la ausencia de ruido, y un silencio interior: …momentos en que logramos reducir el ruido de fondo de nuestros pensamientos, ambos son esenciales para nuestra salud.

Cuando logramos el silencio interior, es decir, cuando en nuestro cerebro reina la energía oscura viajamos en el tiempo para rememorar   sensaciones del pasado, y tenemos la oportunidad de trasladarnos al futuro sin prisa y en calma. Este proceso, aparentemente simple, nos ayuda a consolidar nuestra identidad, enriqueciendo el relato de lo que somos y queremos, condición esencial para conectarnos satisfactoriamente con otros.

Los ruidos de la naturaleza, el crepitar de los leños al quemarse, el lento discurrir del agua entre las piedras, olas chocando en el mar, y el sonido que producen las aves son algunas de las formas de acercarnos a ese silencio interior, pues producen un efecto psicológico denominado respuesta sensorial meridiana autónoma” , que se traduce en una sensación agradable de hormigueo en la punta de los dedos o escalofríos en el cuero cabelludo, asimilándose al estremecimiento  que nos provoca la música, lo que está relacionado directamente con la  secreción de dopamina, la hormona de la felicidad.

Ante tanta evidencia de las bondades del silencio o, a lo menos, la ausencia de ruido para nuestro desarrollo cabe preguntarse: ¿Por qué persistimos en exponernos a diversos tipos de ruido, tanto en días de trabajo como de descanso? ¿Qué hace que reemplacemos el ruido exterior por sonidos quizá más agradables, pero sonidos al fin y al cabo?

El silencio en sus diferentes formas y dimensiones aparece para la sociedad actual y las relaciones sociales un desafío aparentemente mayor, pues supone despertar al descubrimiento de nosotros mismos y de los otros.

Ahogados hoy en un mar de sonidos y ruidos inconexos, ejercer la libertad y autonomía a través de la experimentación del silencio exterior e interior, se transforma en un viaje imprescindible.

 

 

 

[1] Marcus E. Raichle (nacido el 15 de marzo de 1937) es un neurólogo estadounidense de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington en Saint Louis, Missouri . Es profesor del Departamento de Radiología con nombramientos conjuntos en Neurología, Neurobiología e Ingeniería Biomédica.

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