Frente a cada episodio de violencia que sacude a una comunidad educativa, emerge con fuerza un coro político que ofrece una solución aparentemente simple y directa: más seguridad. Se habla de detectores de metales, de revisiones de mochilas, de aumentar la presencia policial en los perímetros escolares. La narrativa es seductora por su simpleza: el problema es la delincuencia, y la solución es el control. Sin embargo, este enfoque es un peligroso reduccionismo que confunde el síntoma —la violencia— con la enfermedad de fondo. Tratar la violencia escolar como un mero problema de seguridad es como intentar bajar una fiebre alta solo con paños fríos, ignorando la infección que la provoca.
Lo que nos dicen los datos de la región
Las miradas que exigen “mano dura” suelen ignorar la abrumadora evidencia que hemos acumulado en América Latina. Estudios de organismos como la UNESCO y la CEPAL son claros al señalar que la violencia en el entorno escolar no es un fenómeno que surge por generación espontánea dentro del aula, sino que es un reflejo de contextos sociales más amplios y complejos.
Un informe del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación (LLECE) de la UNESCO encontró una correlación directa entre el clima escolar y los niveles de violencia. Las escuelas percibidas por los estudiantes como más inclusivas, justas y con relaciones de confianza entre alumnos y docentes presentan índices de agresión significativamente menores. Por el contrario, la violencia se exacerba en contextos de desigualdad socioeconómica, exposición a la violencia en la comunidad y desintegración del tejido social (UNESCO, 2020). En resumen, los adolescentes no se vuelven violentos en un vacío; sus conductas son, en gran medida, una respuesta a un entorno que les resulta hostil, precario y desesperanzador. Reducir su comportamiento a un simple acto delictual es cerrar los ojos a la realidad que como sociedad hemos construido.
Más allá del individuo: La perspectiva comunitaria
Cuando escuchamos a los especialistas en adolescencia, el diagnóstico se vuelve aún más nítido. El llamado “desajuste conductual” no es una elección de maldad, sino a menudo la única forma de comunicación que encuentran jóvenes que carecen de herramientas para procesar su dolor, su ira o su frustración. Expertos en trauma infantil advierten que detrás de un adolescente que agrede, suele haber un niño o niña que ha sido agredido, vulnerado o profundamente desatendido.
Desde la psicología social comunitaria, este fenómeno se entiende como un problema que no reside únicamente en el individuo, sino en la interacción entre la persona y su entorno. Un enfoque punitivo y de control es contraproducente porque, como señala Maritza Montero (2004), una de las referentes latinoamericanas en la materia, las intervenciones exitosas son aquellas que fortalecen a la comunidad y fomentan la participación y el sentido de pertenencia. Tratar al estudiante como un delincuente potencial dentro de su propia escuela —el lugar que debería ser su principal espacio de protección y desarrollo— solo refuerza su exclusión, generando un “etiquetamiento” que puede cronificar la conducta violenta (Berger y Luckmann, 1966).
Un modelo comunitario, por el contrario, nos invita a preguntarnos: ¿Qué está fallando en el ecosistema que rodea a este joven? ¿Qué redes de apoyo se han roto? ¿Cómo podemos, como comunidad educativa, reconstruir los lazos que sostienen, guían y dan sentido?
El camino: De la contención a la transformación comunitaria
La solución real no está en llenar las escuelas de guardias, sino en vaciarlas de miedo, transformándolas en verdaderos centros de desarrollo comunitario. Esto implica una apuesta política mucho más valiente y profunda que la del simple populismo punitivo.
- Fortalecer el capital social de la escuela: Esto va más allá de la “convivencia escolar”. Se trata de invertir en programas que promuevan la resolución pacífica de conflictos, la educación socioemocional y la participación activa de estudiantes, docentes y apoderados en la toma de decisiones. Es fundamental construir lo que la psicología comunitaria denomina “sentido de comunidad”, donde todos los actores se sienten parte de un proyecto común y corresponsables del bienestar colectivo (Sarason, 1974).
- Salud mental como pilar comunitario: Es urgente dotar a cada establecimiento de equipos de salud mental robustos, accesibles y con enfoque comunitario. Un psicólogo que solo atiende crisis individuales es insuficiente. Se necesitan profesionales que trabajen con grupos, que realicen talleres con las familias y que ayuden a la propia comunidad educativa a identificar y modificar las dinámicas que generan malestar.
- Reconstruir el vínculo escuela-familia-territorio: La escuela no puede sola. Se requiere un trabajo coordinado y sistémico con las familias, las organizaciones barriales, los centros de salud y los servicios locales para reconstruir el tejido social que contiene y da sentido de pertenencia a los jóvenes. La escuela debe ser un actor relevante en su territorio, un espacio abierto y permeable a las necesidades y recursos de su entorno.
La violencia que vemos en las aulas es el termómetro que marca la fiebre de una sociedad enferma de desigualdad, abandono y fractura social. Si la única respuesta que podemos ofrecer como Estado es más control y más rejas, habremos fracasado no solo en proteger a nuestros estudiantes, sino en nuestra labor más fundamental: educar para la convivencia y la ciudadanía. Es hora de dejar los atajos efectistas y empezar a tratar, de una vez por todas, la verdadera infección desde la raíz comunitaria.
Referencias Bibliográficas
- Berger, P. L., & Luckmann, T. (1966). The Social Construction of Reality: A Treatise in the Sociology of Knowledge. Anchor Books.
- Montero, M. (2004). Introducción a la psicología comunitaria: Desarrollo, conceptos y procesos. Editorial Paidós.
- Sarason, S. B. (1974). The psychological sense of community: Prospects for a community psychology. Jossey-Bass.
- UNESCO. (2020). Estudio Regional Comparativo y Explicativo (ERCE 2019): Informe de resultados de convivencia escolar. Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe.
Columna desarrollada con asistencia IA Gemini Pro
