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Por Andrés Colque, Psicoterapeuta

30 años de experiencia en terapia relacional, narrativa y cognitivo-conductual.

Cada cierto tiempo, un video de una agresión brutal entre estudiantes o una noticia sobre acoso sistemático sacude la conciencia pública. La reacción es predecible y entendible: indignación, miedo y un clamor por medidas drásticas. Se exigen sanciones ejemplares, mayor control, “mano dura”. Como psicoterapeuta que ha trabajado durante tres décadas con las secuelas de la violencia, tanto en adolescentes como en adultos, puedo afirmar con total convicción que este enfoque punitivo, aunque tentador en su simplicidad, es un fracaso anunciado. No solo no resuelve el problema, sino que a menudo lo enquista.

La violencia en el ámbito escolar no es un monstruo que aparece de la nada. Es el síntoma febril de un cuerpo social que está fallando. Es el eco de dinámicas familiares disfuncionales, de una sociedad que normaliza la agresión como forma de resolución de conflictos y de un sistema educativo que, sobrepasado por las urgencias académicas, ha ido perdiendo su capacidad de formar comunidad.

El error fundamental de los enfoques basados exclusivamente en el castigo —como la expulsión inmediata o la suspensión— es que operan sobre la consecuencia, no sobre la causa. Al expulsar a un estudiante por una conducta violenta, no eliminamos la violencia; simplemente la desplazamos. Enviamos a ese joven de vuelta a un entorno que probablemente fomentó esa agresividad, ahora con una etiqueta de “problemático”, sin haberle entregado una sola herramienta para gestionar su frustración o empatizar con el otro. Es una solución administrativa que genera una falsa sensación de seguridad, mientras la herida original sigue supurando.

Entonces, ¿cuál es el mejor abordaje? La evidencia acumulada y la experiencia clínica apuntan en una dirección clara y unánime: un enfoque integral, preventivo y restaurativo.

1. Integralidad: La Escuela Completa (Whole-School Approach)

La violencia no es responsabilidad exclusiva del “alumno problema” o del inspector de patio. La prevención eficaz involucra a toda la comunidad educativa: directivos, docentes, estudiantes, personal administrativo y, crucialmente, padres y apoderados. Esto implica crear una cultura escolar donde la empatía, el respeto y la comunicación asertiva no sean solo palabras en un afiche, sino prácticas cotidianas modeladas por los adultos. Requiere formación constante para los profesores, no solo en sus asignaturas, sino en inteligencia emocional y resolución no violenta de conflictos.

2. Prevención: Sembrar Antes de que Crezca la Maleza

El abordaje más eficaz es el que comienza mucho antes de que la violencia explote. Los programas de aprendizaje socioemocional (ASE) son fundamentales. Enseñar a los niños y adolescentes a identificar y nombrar sus emociones, a regular sus impulsos, a ponerse en el lugar del otro (empatía) y a colaborar, es tan importante como enseñarles matemáticas o lenguaje. Estas no son habilidades “blandas”, son competencias esenciales para la vida y el principal antídoto contra la violencia. Cuando un joven aprende a decir “siento rabia” en lugar de lanzar un puñetazo, hemos ganado una batalla fundamental.

3. Restauración: Reparar el Tejido Social

Cuando la violencia ocurre, el objetivo no debe ser solo castigar al agresor, sino reparar el daño y restaurar el vínculo comunitario. Aquí es donde las prácticas restaurativas, como los círculos de paz o las conferencias víctima-ofensor-comunidad, demuestran un poder transformador. A diferencia del castigo, que aísla, el enfoque restaurativo busca que quien agredió comprenda el impacto real de sus acciones, asuma la responsabilidad y participe activamente en la reparación del daño causado, no solo a la víctima directa, sino a la comunidad entera. Este proceso es profundamente sanador tanto para la víctima, que se siente escuchada y validada, como para el agresor, a quien se le ofrece un camino de reintegración y cambio real.

Implementar este modelo no es fácil. Exige un cambio de paradigma, inversión en formación y, sobre todo, la convicción de que la escuela es mucho más que un centro de instrucción académica. Es el principal espacio de socialización después de la familia y, por ende, el lugar privilegiado donde podemos romper los ciclos de violencia.

Desde mi consulta, ya sea presencial u online, atiendo las consecuencias de no haber actuado a tiempo. Atiendo al adulto que sufre de ansiedad social por el bullying que padeció en silencio y al joven que no encuentra otra forma de relacionarse que no sea desde la agresividad. La violencia escolar deja cicatrices profundas y duraderas.

Es hora de dejar de buscar soluciones rápidas que solo maquillan el problema. La verdadera seguridad en las escuelas no se construye con más cámaras o castigos más duros, sino con más vínculos, más empatía y un compromiso genuino de toda la comunidad para formar no solo buenos estudiantes, sino buenas personas. Es un camino más largo y complejo, sí, pero es el único que nos llevará a un lugar seguro de verdad.

( Columna de Opinión desarrollada con asistencia de IA Genini Pro)

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