El aprendizaje es un proceso intrínseco a la condición humana, un viaje que nos define como especie. Desde nuestros primeros años de vida, aprendemos a interpretar el mundo a través de símbolos y representaciones mentales, construyendo universos simbólicos que nos permiten transformar la realidad. Como señalaba el psicólogo Lev Vygotsky, “el pensamiento no solo se expresa en palabras, sino que existe a través de ellas” (Vygotsky, 1934). Esta capacidad de simbolizar y reinterpretar el mundo es la base de lo que llamamos inteligencia, una herramienta que nos permite tomar elementos de la realidad y moldearlos según nuestras necesidades, deseos y aspiraciones.
Sin embargo, aunque el aprendizaje es un proceso natural y continuo, muchas veces lo damos por sentado. Lo asociamos exclusivamente con los espacios formales —la escuela, la universidad o el instituto— o con aquellos primeros años de vida en los que, guiados por nuestros padres o cuidadores, respondíamos a los desafíos que el medio nos planteaba. Pero el aprendizaje va más allá de lo formal; es una aventura que nos acompaña a lo largo de toda nuestra existencia. Como bien decía John Dewey, “la educación no es preparación para la vida; la educación es la vida misma” (Dewey, 1938).
¿Qué significa, entonces, aprender? Y, más aún, ¿por qué, siendo un proceso tan esencial, no reflexionamos más sobre él en nuestra vida cotidiana? En una reunión de amigos o en una conversación de café, rara vez nos detenemos a preguntarnos: ¿Qué es aprender? Pareciera que esta tarea queda relegada a las aulas académicas, donde pedagogos, filósofos y psicólogos debaten sus implicancias. Pero el aprendizaje es una experiencia universal, y comprender sus mecanismos es clave para asegurar que este proceso no se vea interferido o bloqueado por nuestras propias limitaciones.
Históricamente, el aprendizaje estuvo ligado a la supervivencia. En sus orígenes, el ser humano aprendía aquello que era útil: cómo recolectar alimentos, cazar o colaborar con otros para realizar tareas específicas. El conocimiento era, en esencia, una herramienta para garantizar el bienestar inmediato. Con el tiempo, sin embargo, nuestra capacidad de aprender nos permitió ir más allá. Inventamos artefactos y mecanismos que transformaron el entorno, reduciendo el esfuerzo físico y ampliando nuestras posibilidades. Pero, paradójicamente, este mismo conocimiento también refinó nuestras formas de dominación, permitiéndonos someter a otros seres humanos e incluso a animales que nos superaban en tamaño y fuerza.
Junto con esta búsqueda de utilidad, surgió en el ser humano una curiosidad más profunda: la necesidad de entender el mundo que nos rodea. Filósofos miraron al cielo y reflexionaron sobre nuestro lugar en el universo; historiadores exploraron el pasado para comprender a quienes nos precedieron; científicos buscaron respuestas en el futuro. Estas reflexiones, aunque alejadas de la experiencia cotidiana, respondían a un impulso innato: la búsqueda de sentido. Como afirmaba Carl Sagan, “somos una forma en que el cosmos se conoce a sí mismo” (Sagan, 1980).
Hoy, en la era de la información, el conocimiento está más accesible que nunca. Sin embargo, no todos los seres humanos parecen igualmente motivados a aprender. ¿Por qué sucede esto? Podríamos decir que, en la base del aprendizaje, hay una motivación emocional. Como sostiene Daniel Goleman, “la emoción guía nuestra atención, y la atención determina lo que aprendemos” (Goleman, 1995). Nuestros estados emocionales, moldeados por la biología y la genética, nos predisponen a buscar nuevos conocimientos. Esta motivación se nutre del entorno en que vivimos, de la calidad de nuestras interacciones y de los ambientes que fomentamos.
En este sentido, el aprendizaje no es solo un acto individual, sino también social. Como destacaba Paulo Freire, “nadie educa a nadie, ni nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo” (Freire, 1970). Esta idea nos recuerda que el aprendizaje es un proceso colaborativo, en el que el diálogo y la interacción con otros juegan un papel fundamental. Además, como señalaba Jean Piaget, “el principal objetivo de la educación es crear personas capaces de hacer cosas nuevas, no simplemente repetir lo que otras generaciones han hecho” (Piaget, 1950). Esto nos invita a ver el aprendizaje no como una mera acumulación de información, sino como una herramienta para la innovación y la transformación.
En definitiva, el aprendizaje es mucho más que un proceso cognitivo; es una aventura que nos conecta con nuestra esencia como seres humanos. Nos invita a preguntarnos no solo cómo aprendemos, sino también por qué aprendemos y para qué. En un mundo en constante cambio, reflexionar sobre estas preguntas es más necesario que nunca.
Columna asistida con IA
- Vygotsky, L. S. (1934). Pensamiento y lenguaje. Editorial Paidós.
(Cita: “el pensamiento no solo se expresa en palabras, sino que existe a través de ellas”). - Dewey, J. (1938). Experiencia y educación. Kappa Delta Pi.
(Cita: “la educación no es preparación para la vida; la educación es la vida misma”). - Sagan, C. (1980). Cosmos. Random House.
(Cita: “somos una forma en que el cosmos se conoce a sí mismo”). - Goleman, D. (1995). Inteligencia emocional. Editorial Kairós.
(Cita: “la emoción guía nuestra atención, y la atención determina lo que aprendemos”). - Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.
(Cita: “nadie educa a nadie, ni nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan entre sí, mediatizados por el mundo”). - Piaget, J. (1950). La psicología de la inteligencia. Editorial Crítica.
(Cita: “el principal objetivo de la educación es crear personas capaces de hacer cosas nuevas, no simplemente repetir lo que otras generaciones han hecho”